Rumania no es solo Drácula: un viaje que lo demuestra | El blog de viajes de Paco Nadal | El Viajero

Parece difícil iniciar un artículo sobre Rumania sin citar a Drácula. Las connotaciones del vampiro más literario de la historia impregnan todo lo referido a este país, más aún si la segunda palabra que surge en la conversación es… Transilvania. Sería injusto achacar toda la culpa a Bram Stoker: las autoridades turísticas rumanas han encontrado un filón en la leyenda del vampiro, chollo que funciona muy bien a la hora de atraer turismo y hacer caja en lugares como el castillo de Bran, la supuesta morada del conde chupasangre.
Pero Rumania es muchísimo más que Drácula. Un país lleno de tesoros artísticos, frontera histórica entre la cristiana Europa y el Oriente otomano, con unos bosques de leyenda donde habitan aún más de 6.000 osos, unas ciudades medievales bien conservadas que no tienen nada que envidar a otras famosas de Centroeuropa y una cultura y una gastronomía maceradas en ese crisol entre Occidente y Oriente. Un país de la UE y del espacio Schengen, bastante ignorado, sin embargo, como destino turístico.
Pero empecemos por el principio. Aunque hay vuelos directos desde España a varias ciudades rumanas, la mayoría entra al país por Bucarest. La capital no es el lugar más atractivo de un destino lleno de ellos, pero si se vuela a su aeropuerto merece la pena dedicarle al menos un día completo para pasear arriba y abajo por la calle Victoria, la arteria principal y comercial del centro histórico; visitar alguno de los mamotréticos edificios de época comunista, muy en especial el palacio del Parlamento Rumano, la obra faraónica de Nicolae Ceaușescu, considerado el segundo edificio civil más grande del mundo después del Pentágono estadounidense; o alguna de sus pequeñas y deliciosas iglesias ortodoxas, como la de Stavropoleos.
Desde Bucarest hay que tomar la autoestrada A3 dirección norte hacia Brașov y detenerse antes en la localidad de Sinaia, en el castillo de Peleș. La fachada está actualmente en obras, lo que desluce un tanto su imagen idílica de residencia veraniega de los reyes de Rumania. Iniciativa de Carlos I, primer rey de Rumania, en 1874, se gastaron más de 16 millones de lei —todo una fortuna para la época— en levantar aquí una mansión de ensueño decorada con un recargadísmo estilo neorenacentista alemán a base de maderas oscuras que hoy repele un tanto, pero que en la época debía de ser toda una demostración de esplendor. Como lo eran sus adelantos tecnológicos: el recinto contaba con una pequeña central hidroeléctrica propia que le convirtió en el primer palacio europeo con electricidad y hasta un ascensor.
De Sinaia a Brașov hay unos 50 kilómetros. Brașov es una de las llamadas siete ciudades sajonas de Rumania. En el siglo XII, el rey de Hungría, a quien pertenecían estas tierras, llamó a colonos de diversas partes del centro de Europa para repoblarlas y ayudar a su defensa frente a invasiones de tártaros, mongoles y otomanos. Estos nuevos pobladores eran hábiles artesanos, comerciantes y agricultores, y fundaron una minoría muy compacta y unida que duró siglos. Aunque venían de Luxemburgo, del valle del Mosela, de Turingia e incluso de Francia, se generalizó el llamarles sajones. Su organización germánica y su estilo constructivo fueron el germen de ciudades como Brașov, que aún hoy luce uno de los cascos históricos más bonitos del país.
Cuando entras por la calle Republicii y desembocas en Piața Sfatului, la plaza del Consejo, con la poderosa silueta de la iglesia Negra al fondo, crees que podrías estar en una ciudad alemana, austriaca o de más al centro de Europa. Los bastiones, puertas y murallas de Brașov, así como todo el casco antiguo, son una delicia para pasear y tomar un primer contacto con esas famosas —a la vez que desconocidas— ciudades rumanas.
Estamos en Transilvania, la región de topónimo más subyugante de Rumania desde que Bram Stoker situara aquí la trama de su novela. Atravesada de sur a norte por los Cárpatos, que se doblan en forma de herradura dejando una meseta central, este territorio fue un voivodato independiente en la Edad Media y aún hoy es la región rumana más próspera y turística.
A Transilvania pertenecen otras dos de las ciudades sajonas de visita obligada. Por un lado, Sibiu, una joya medieval en torno a tres plazas peatonales que fue profusamente rehabilitada por su alcaldía con motivo de la capitalidad cultural europea en 2004. Sibiu es otra delicia para el viajero. Explorar lentamente sus rincones, subir a la torre del Consejo para ver una panorámica de los tejados “con ojos” tan característicos de la ciudad, hacerse una foto en el puente de los Mentirosos, visitar la catedral ortodoxa o la iglesia católica de la Trinidad o sentarse en una de las terrazas de la calle del Muralla son algunas de la cosas que no te deberías perder.
La otra gran ciudad sajona de Transilvania es Sighișoara, que tiene otro precioso casco histórico y una ciudadela medieval en la colina, aún habitada. Pese a que es otros de los destinos turísticos importantes del país, no ha caído en la gentrificación y en ella viven, estudian, trabajan y comercian aún los rumanos. Es recomendable subir a la torre del Reloj, su icono, y desde arriba apreciar la armonía de sus tejados puntiagudos y sus calles medievales.
En Sighișoara nació Vlad Tepes, príncipe de Valaquia, también conocido como Vlad III Drăculea o Vlad el Empalador, por su afición a meterle a sus enemigos una estaca por el ano para dejarlos morir así, lentamente, clavados y empalados, en un suplicio que debía ser inimaginable. Una placa en una fachada amarilla de la Strada Cositorarilor lo atestigua: “In aceastã casã a locuit între anii 1431 -1435 Vlad Dracul”. El edificio es hoy un restaurante.
Bram Stoker —que nunca estuvo en Rumania— se basó en la historia de Vlad el Empalador —y en otras leyendas populares rumanas como la de los strigoi, los muertos vivientes—, para pergeñar su famosa historia de un vampiro llamado Drácula. Y hoy, el lugar más visitado de Transilvania, y de toda Rumania, es el castillo de la ciudad de Bran, a 25 kilómetros al suroeste de Brașov, al que se le ha dado el título de castillo de Drácula, aunque ni el de verdad ni mucho menos el literario vivieron jamás en él.
En realidad, esta bella y estilizada fortaleza enriscada en lo alto de un pináculo rocoso fue construida en 1382 por los sajones para defender la zona de la amenaza turca. Pese a estar en la frontera entre Valaquia y Transilvania, pocas veces sufrió ataques o asedios, por lo que ha llegado casi intacta a nuestros días. No hay evidencias de que Vlad III Drăculea estuviera en el castillo. La único cierto es que lo usó la familia real rumana en las primeras décadas del siglo XX como residencia. De hecho, la fortaleza aún pertenece legalmente a los descendientes de Miguel I de Rumania, que son los que ingresan los pingües beneficios que dejamos los miles de turistas que a diario llegamos atraídos por sus torres puntiagudas, sus almenas y su apariencia de castillo de película de miedo. El interior es un museo con muebles, pinturas y recuerdos de su época como residencia real, aunque ninguno es original. En los mercadillos callejeros de los alrededores se vende toda una panoplia de objetos, de tazas a pines o hamburguesas ambientadas en el vampiro más cinematográfico de la historia.
Las iglesias fortificadas
Levantadas también por aquellos colonos sajones llegados en el siglo XII son las famosas iglesias fortificadas de la Transilvania meridional y oriental. Acosados siempre por los invasores que llegaban de Oriente, ya fueran tártaros, mongoles u otomanos, los sajones de Rumania fueron levantando a lo largo de toda la Edad Media, e incluso en tiempos más tardíos, estructuras defensivas en torno a la iglesia del pueblo para refugiarse en ellas en caso de ataque. Hay más de 150 iglesias de este tipo por toda Transilvania, siete de ellas declaradas patrimonio mundial en 1993.
Una de las de la lista de la Unesco es la de Prejmer, una aldea que está justo debajo del paso de Buzău, por el que entraban las hordas orientales, por eso sufrió más de medio centenar de ataques destructivos a lo largo de su historia. También por ello es de las mejor fortificadas: muros de planta circular de hasta cinco metros de espesor y 12 de altura rodean el templo de estilo gótico y planta de cruz griega. El acceso al complejo se efectúa por un túnel de 30 metros de largo reforzado con un revellín y protegido por rejas de madera chapadas con hierro y puertas de roble macizo. Cinco torres y una hilera de ventanas saeteras rematan la fortaleza. Dentro aún se pueden ver las 270 habitaciones, una para cada familia de la aldea, en las que podían refugiarse hasta 1.600 personas.
Otra de las iglesias fortificadas de visita inexcusable es la de Biertan, en el departamento de Sibiu. Tiene tres recintos amurallados con nueve torres, que debían ser construidas y mantenidas por los gremios de artesanos y comerciantes de la ciudad, que también tenían la obligación de defenderlas en caso de ataque. Cuatro de esas torres pertenecen al recinto interior, el más antiguo, y escoltan aún hoy la enorme iglesia gótica levantada en el siglo XVI, cuando Biertan tenía un importante mercado y más habitantes y vida comercial que en la actualidad.
Los monasterios pintados de Bucovina
Este viaje sigue hacia el extremo nororiental de Rumania. Allí está Bucovina, una región histórica que perteneció durante un tiempo el Imperio Austrohúngaro y que hoy está partida en dos por la frontera rumano-ucraniana.
En la Bucovina sur, es decir en la Bucovina de Rumania, hay que detenerse en otra de esas delicias artísticas que sorprenden de este increíble país: los monasterios pintados. Parece ser que fue Esteban III de Moldavia, conocido como Esteban el Grande, quien en 1488 ordenó construir en el lugar de Voroneț, hoy a las afueras de la moderna ciudad de Gura Humorului, un monasterio para conmemorar una importante victoria contra los otomanos. Dicen que solo tardaron en hacerlo tres meses y tres semanas. El monasterio debía tener todo el interior pintado, como ocurre con las iglesias ortodoxas, pero no sería hasta casi un siglo después, en 1547, cuando el obispo de Moldavia mandó pintar también todos los muros exteriores.
Entre finales del siglo XV y principios del XVII, se levantaron en Bucovina una veintena de monasterios ortodoxos con sus muros exteriores tan profusamente decorados con escenas bíblicas, imágenes de santos o la genealogía de Jesús, que no quedó ni un centímetro cuadrado por cubrir. Cuando hoy se visita el monasterio de Voroneț o cualquiera otro de los siete declarados —como él— patrimonio mundial de la Unesco, lo que más impresiona no es la calidad artística y el fino trabajo de los pintores, sino el enorme grado de conservación de estos frescos, alguno de los cuales lleva casi 500 años expuesto a la intemperie, sin ningún tipo de restauración. El excepcional Juicio Final de la fachada principal de Voroneț es un buen ejemplo de ello.
Otra curiosidad es que en cada uno de los ocho monasterios destacados por la Unesco hay un color dominante, de tal manera que basta verlo para saber en cuál estás. En el de Voroneț el tono que manda es el azul. En el de Moldovita predomina el amarillo. En el de Humor mandan los tonos rojos y ocres, mientras que en el de Sucevita, de los más famosos y visitados, destaca es el verde.
Este sería un circuito mínimo para un primer viaje de 8 o 10 días por Rumania. Y aún quedarían muchas cosas en el tintero: la región de Maramures, al noroeste; ciudades también bellas como Timișoara o Cluj-Napoca. Quedaría toda la costa del mar Negro y el delta del Danubio; para los amantes del senderismo, la ascensión al Moldoveanu (2.544 metros) o la cima de los Cárpatos…
Y es que Rumania, tan desconocida, da para muchas miradas.
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