Serbia, un país echado a la calle

Empezó así: viernes, 1 de noviembre, 11.52 de la mañana. En Novi Sad, la segunda ciudad de Serbia, un bloque de hormigón de la estación de trenes se derrumba repentinamente, en pleno horario de trajín diario. Mueren 15 personas. Todas fallecen aplastadas o asfixiadas prácticamente en el acto, mientras que Anja Radonjić, deportista y estudiante de Filología de la Universidad de Belgrado, se apaga dos semanas después tras la amputación de su brazo.
Cuando se difunde la noticia entre la población, lo primero es la conmoción; luego, estalla la rabia por el accidente, ocurrido en una estructura renovada tan solo dos años antes por un grupo de constructoras chinas. Entonces, indignados por lo considerado como el resultado de la corrupción que martiriza a la población serbia, miles de estudiantes toman pacíficamente las calles de las ciudades del país.
El 22 de noviembre, sin embargo, se convoca una manifestación en la Facultad de Arte Dramática de Belgrado. La situación es tensa y, finalmente, diversos manifestantes son violentamente agredidos, según los alumnos, por individuos vinculados al Partido Progresiva Serbio (SNS), el partido del autócrata Aleksander Vucić, de corte conservador y nacionalista, y que gobierna el país desde 2014, primero como primer ministro, luego como presidente.
Las imágenes de las violencias anteceden el pandemonio político que está a punto de estallar. Eso es, una ola de protestas ciudadanas que hoy ya están en su quinto mes consecutivo con el reclamo de decisiones políticas que lleven a cambios estructurales en las instituciones y la construcción de una democracia avanzada. Una rebelión nacida en las facultades serbias y que ya supone la mayor de la historia contemporánea de Serbia, comparable únicamente con la revuelta civil permanente que en la década de los noventa contribuyó al derrocamiento del hoy fallecido dictador Slobodan Milosević y, antes de eso, con el levantamiento estudiantil de 1968.
Marea humana
Desde Belgrado hasta Novi Sad, de Niš a otras ciudades, los estudiantes han estado organizando a diario manifestaciones mudas —de 15 minutos, en memoria de cada uno de los fallecidos—, bloqueos (blokade) de arterias urbanas, huelgas generales (las más significativas, las del 24 de enero y del 7 de marzo) y marchas masivas. Tan solo en las últimas cinco semanas, ha habido unas 330 actos cada semana, se han creado una veintena de asambleas ciudadanas permanentes organizadas por vecinos e impulsadas por los jóvenes, y las clases siguen suspendidas en más de 80 facultades públicas del país. Además, el pasado 15 de marzo, Belgrado vivió la marcha más grande su historia: entre 500.000 y 700.000 personas, según cifras no oficiales, se congregaron en una ciudad de unos dos millones de habitantes.
Otra realidad se ha abierto paso: los adultos han empezado a manifestar su sostén a los jóvenes, a pesar de la maquinaria propagandística y los ataques del Gobierno, que incluso ha sido acusado de usar cañones sónicos para reprimir a los manifestantes.
Pese a ello, según una encuesta del centro CRTA, hoy más del 60% apoya las protestas. Lo que incluye amplios sectores de la sociedad. No solo profesores, intelectuales, artistas o famosos (como la estrella de tenis Novak Djokovic), sino también mineros, obreros, maestros, pequeños empresarios, taxistas, sindicalistas, trabajadores del sector de los servicios y del sector rural, lo que ha puesto en relieve otras capas de la crisis, en la que han confluido fenómenos más globales, como el malestar por la crisis climática y la brecha entre ricos y pobres.
Lo que aún no ha podido la insurrección es reventar el poder político del mandatario serbio, Vucić, basado en un sistema clientelar del que son parte funcionarios públicos, pequeños jefecillos políticos, y élites económicas que se reparten las concesiones público-privadas del país. Un grupo no mayoritario, pero aún así de momento suficiente ante la incapacidad de la atomizada oposición de ofrecerse como una alternativa (razón por la que el objetivo de los estudiantes no es la mera convocatoria de nuevas elecciones).
En un país a menudo observado erróneamente desde afuera solo por el prisma de su doble identidad de aliado de Occidente y Rusia, Vucić ha logrado (incluso antes de que eso fuera evidente en otros contextos) alinear a Rusia y Estados Unidos, ambos críticos con el levantamiento. Por ello, pese a sus múltiples amagos (por ejemplo, avalar en dos ocasiones la renuncia de su primer ministro), Vucić no está aceptando, según los estudiantes, algunas de sus peticiones más concretas en lo inmediato, como la desclasificación de toda la documentación de la renovación de la estación de Novi Sad.
La Unión Europea tampoco ha apoyado las protestas. Enrocados en la postura alemana de mantener en el poder una figura que es percibida como un mal menor, y convencidos de que Vucić cuenta con la fuerza para mantener la estabilidad en la región (y, sobre todo, no agudizar el conflicto con Kosovo, en momentos en los que la guerra de Ucrania sigue en curso), las permisivas declaraciones de los líderes europeos han decepcionado a los manifestantes.
Sin freno
Pero aún así la revuelta no tiene visos de detenerse y el germen emocional de las protestas ha empezado a infiltrarse en las instituciones serbias. Prueba de ello era esta semana la decisión de empezar una huelga de hambre de Darko Šper, trabajador de la pública Radio Televisión de Vojvodina, en solidaridad con las denuncias de los estudiantes por una cobertura mediática manchada por la propaganda gubernamental. «Todas esas criticas son justificadas», dijo Šper a esta periodista.
El jurista Rodoljub Sabic es otro caso. En febrero, apoyó una huelga de un mes de la Asociación de Abogados de Serbia, lo que puso en aprietos el sistema judicial del país. «El régimen actual, como lo han demostrado diversas investigaciones e índices acreditados a nivel global, ha llevado a Serbia a situarse entre los países más corruptos, con una de las tasas más altas de crimen organizado, el nivel más bajo de Estado de derecho, el peor estado de las libertades de prensa y entre los países más pobres de Europa», señalaba Sabic. «Ha llegado el momento de cambiar», sentencia.
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