Silencio cómplice
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El acta del partido disputado en El Molinón entre el Sporting y el Athletic Club en el año 2016, el árbitro escribió: «En el minuto 22 he detenido el partido durante 1 minuto debido a que desde uno de los fondos se profirieron sonidos imitando la onomatopeya del mono dirigidos al jugador número 11, D. Iñaki Williams Arthur». Aquel día estaba en el campo y creo que en lo único que falla la redacción del acta es en que los cánticos racistas no salieron sólo de uno de los fondos; la «noble y entendida» Tribunona también participó. La respuesta del Sporting en las semanas posteriores fue tibia y poco contundente. El club grabó un vídeo en el que los jugadores racializados del equipo junto con el capitán de entonces, Cuellar, decían «No al racismo».
Esta semana hemos visto cómo a jugadoras del Club Femenino de Fútbol de Gijón, niñas de diez u once años, les decían desde la grada lindezas como «esa tiene pirula», «vaya marimacho», «tenéis huevos» o «eso es un niño». Tratándose de un partido de fútbol base, no es muy descabellado pensar que estos asquerosos insultos solo podían provenir de padres, madres e incluso cuerpos técnicos de los equipos rivales.
Un campo de fútbol es un lugar plagado de personas que acuden a insultar, vejar, menospreciar y a liberarse de sus frustraciones semanales. Con este propósito se recurre a la raza, la orientación sexual, al color del pelo, a la altura, a las aficiones fuera del fútbol e incluso a que a algún futbolista o entrenador le guste leer o dar respuestas elaboradas (sí, «filósofo» en un campo de fútbol es un insulto). En El Molinón tenemos además un insulto propio y exclusivo que consiste en atacar al entrenador local por la profesión que ejercía antes de dedicarse al mundo del fútbol; los que tenemos una edad podemos recordar aquello de «panaderu» (Novoa), «ferreteru» (García Cuervo), «chapista» (Acebal) o el «parrilleru» con el que una semana sí y otra también se insultaba a Sandoval.
«Eso siempre pasó y no lo vamos a cambiar ahora» es lo que se suele decir para quitar importancia a unos hechos con los que la mayor parte de nosotros no nos sentimos representados, pero que solo denunciamos cuando los realizan los que no llevan la camiseta de «nuestro» equipo.
Cuando volvimos a acudir al campo dos semanas después del incidente, puede escuchar la conversación de dos personas que ocupaban asientos cercanos al mío. Uno le preguntaba al otro si se había enterado de que «nos quieren sancionar por lo del negro». El otro manifestaba su contrariedad: «¡coño, si ye negru, ye negru, no sé por qué eso tiene que ser un insulto!» Después se pusieron a comentar lo mucho que le habían crecido las tetas a la adolescente que trabajaba en el campo repartiendo bebidas y comida. Siempre que recuerdo ese momento me avergüenza mi silencio de entonces.
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