“Tenemos que acabar con el estereotipo de que todos los refugiados vienen en patera y hacen trabajos no cualificados”
El de Olena fue uno de los últimos vuelos que aterrizó en el aeropuerto de Kiev antes de los bombardeos, la noche del 23 de febrero de 2022. Volvía de un viaje de trabajo a un hospital en Lviv, al oeste del país. Esa mañana, escuchó a médicos comentar que Putin quería acabar con el Gobierno de Ucrania. Le alarmó, como tantas cosas desde la invasión de Crimea en 2014. Pero cuando llegó a casa, donde la esperaban su marido y sus dos hijos pequeños, fue evidente que era una escalada sin precedentes. “Oímos explosiones. No parecían fuegos artificiales. Pusimos las noticias. Estaban bombardeando todo el país”, explica Olena. Es una de las tres mujeres que ha compartido la experiencia de llegada a España con EL PERIÓDICO en el Día del Refugiado, entre las que se cuentan Daniela, de Venezuela, y Aminata, de Mali, que consiguió darle la vuelta a su historia y fundar su propia ONG para lugar contra la mutilación genital femenina y el matrimonio forzoso.
Un par de abrazos mientras los refugiados ucranianos esperan el transporte en el puesto de control fronterizo entre Moldavia y Ucrania / Aurel Obreja/UN Women
De médico en Ucrania a Madrid
Dejaron pasar la noche, pero al día siguiente, Olena y su hermana (también casada y con un hijo), consiguieron algo de gasolina, suficiente para llegar al pueblo de sus padres, cerca de la frontera con Rumanía. Subieron los siete en un coche pequeño, entre atascos interminables. “Los niños durmieron, se marearon, vomitaron, lloraron”, explica. La llegada fue un breve alivio. Los hombres, llamados a filas, no podían salir del país, pero el marido de Olena, cubano, estaba exento. Decidieron cruzar. “A veces tienes que tomar decisiones en un segundo”, dice.
La despedida fue dolorosa. “Mi madre me dio sus guantes”, relata. El viaje sería largo y hacía frío. También lo hacía para ellos, que se quedaban. “Una madre siempre se preocupa, y no sabíamos si nos volveríamos a ver. Era un signo de amor”, y aún se le entrecorta la voz. Al cruzar la frontera, voluntarios de ACNUR y de la Cruz Roja los recibieron con la urgencia de los primeros días. Querían llegar a España, donde el idioma no sería una barrera: en casa hablaban español.
“Vives en un sueño en España”, dice Olena, “pero chocas con la realidad de que estás aquí huyendo de la guerra”, añade. “Los niños quieren ver a su abuela, volver a su cuarto, ver a sus amigos, pero es demasiado arriesgado”. Ahora en Alcalá de Henares, trabaja como médico para un laboratorio. Quieren regresar, pero solo cuando acabe la guerra.
Un manifestante grita consignas contra miembros de la Guardia Nacional Bolivarian durante una manifestación en Caracas (Venezuela) / MIGUEL GUTIERREZ / EFE
Empresaria en Venezuela, pastelera en Barcelona
Daniela se encontró recluida junto a otras 20 mujeres en una celda para ocho personas. El Gobierno de Venezuela la acusaba de terrorismo, traición a la patria y de ser espía de la CIA. Su «delito», como directiva de una empresa con contratos públicos, fue denunciar el mal uso del dinero estatal. “Denuncié creyendo en el poder judicial, pero en mi país este termina siendo un brazo ejecutor”, explica a este diario. Tras un año en prisión preventiva, pasó a arresto domiciliario. Pero lo peor llegó después, cuando se demostró que no era culpable de ninguno de los cargos. “Cumplí condena por un delito que no cometí”, denuncia. Y, entonces, empezaron las amenazas. “Me dijeron que ya no tendría protección. Me intervinieron las líneas, me seguían. Amenazaron a mi familia”, recuerda. Decidió pedir ayuda a ACNUR.
Salió de Venezuela escondida en el maletero de un coche. No solo por el riesgo de ser interceptada sin los documentos necesarios —que el Gobierno no concede—, sino porque la frontera con Colombia es zona de paramilitares y especialmente peligrosa para una mujer. En Bogotá, acudió de nuevo a ACNUR, que la ayudó a organizar su salida al considerar que tampoco allí estaba segura. Así, Daniela se subió en un avión rumbo a España, solo con un bolso de mano.
Esta ingeniera nunca imaginó que un curso de pastelería sería su mayor salvavidas. En Barcelona, ya como demandante de asilo, trabaja como pastelera mientras tramita la homologación de su título universitario. “Tenemos que acabar con el estereotipo de que todos los refugiados vienen en patera y hacen trabajos no cualificados, como limpieza o cuidado de mayores”, afirma. “Podemos ser un gran aporte a la sociedad española, nuestro agradecimiento es infinito. Cuando acoges, generas compromiso, lealtad, es un ganar-ganar”, enfatiza.
Y al recordar a sus compañeras de celda —activistas, periodistas, incluso una exviceministra—, Daniela no duda sobre qué le dio fuerzas entonces: “La solidaridad siempre prevalece frente a la injusticia”.
Aminata Saucko, líder de una red que combate la mutilación genital femenina / Cedida
En lucha contra la mutilación genital femenina
Aminata Soucko sí dice su nombre completo. Ha logrado darle la vuelta a su historia y hoy ayuda a otras mujeres refugiadas. No quería salir de Mali, pero su marido decidió migrar a España y la llevó con él alegando reagrupación familiar. Aminata recuerda su primer día en el país. Veían la televisión en un piso compartido y daban la noticia de un hombre que había matado a su mujer. Aminata, que no entendía español, preguntó a su marido qué ocurría. “Me dijo que en España el hombre mata a la mujer cuando no le hace caso. Ahí empezó mi infierno. Tenía que hacer todo lo que él quería para que no me matara”, cuenta a este diario.
La violencia formaba parte de su vida desde niña, cuando sufrió mutilación genital. Pero todo cambió tras el nacimiento de su hija. “No paraba de pegarme. Yo no sabía que existía la figura de la trabajadora social, o la ley de violencia de género. Sólo sabía que en España te ayudan a encontrar trabajo y fui a que me ayudaran. Cuando les dije por qué necesitaba trabajo me dijeron que lo que yo estaba viviendo no era normal y no tenía que ser así”, recuerda. “Fui la primera persona de mi comunidad en poner una denuncia y divorciarse de su marido”, dice.
Le dieron la espalda. Su familia pasó ocho años sin hablarle. Consideraron su decisión “un destierro y una vergüenza”, y trataron de convencerla para que retirara los cargos y volviera con él. Pero no cedió. Se centró en salir adelante. “Aprender castellano me ha abierto las puertas del mundo y de la libertad”, afirma.
Abrió su propia ONG para apoyar a mujeres que viven situaciones similares. Se mudó al pueblo de al lado y trajo a su sobrina a España, para evitar que fuera mutilada o casada, como le ocurrió a ella. Hoy ha vuelto a integrarse en la comunidad maliense para celebrar el Ramadán o la fiesta del cordero. Cree que es importante que las niñas mantengan sus raíces y, como parte de su trabajo, se muestra disponible. “Las otras mujeres acuden a mí cuando me necesitan. Eso genera más confianza, poco a poco… Yo solo quiero que no les pase lo mismo que a mí”.
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