Y volveremos a intentarlo, como cada Navidad
Nadie compra un décimo pensando que le va a tocar. Parece paradójico, pero jugar a la Lotería de Navidad se ha convertido en algo casi mecánico. Las papeletas del club de fútbol del hijo de tu compañero de trabajo, el número de la empresa o el de la administración del pueblo en el que veraneas. Así, a cuentagotas y por superstición, vas acumulando un número suficiente de participaciones como para soñar en voz alta y sin pudor.
[–>[–>[–>Dicen que la única que realmente gana es Hacienda. En términos económicos puede que sea verdad, pero hay que seguir jugando, aunque no toque. O, precisamente, porque casi nunca toca. Abandonar sería renunciar a uno de los rituales más genuinos de este país, una de esas costumbres que significan más de lo que prometen. Jugar a la lotería es profundamente español. Es el «por si acaso», el «imagínate que toca» y el «luego no digas que no te avisé». Es hablar, durante semanas, en qué gastaríamos un premio que no llegará, pero que, mientras tanto, mantiene viva una ilusión perfectamente asumible por 20 euros.
[–> [–>[–>La lotería nos iguala. El mismo número duerme en el bolsillo del jubilado, de la profesora y del estudiante. Durante una horas todos somos potencialmente ricos, aunque sepamos que, como mucho, nos tocará lo jugado. Y aún así, cuando cae algo (aunque sea la pedrea), todos lo celebramos.
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Hay algo especial en el sorteo de Navidad. El sonido familiar de los niños de San Ildefonso, los aplausos de fondo en el Teatro Real y, cuando por fin sale un premio, las imágenes de la celebración. Toda España mira una y otra vez a los loteros descorchando champán y a los vecinos abrazándose. Y ahí, de algún modo, ganamos todos. Porque detrás de la épica está la intrahistoria: la de quien perdió su casa en un incendio, la de unos padres que luchan por su hijo o la de tantos que solo aspiran a tapar agujeros. Son sonrisas que se contagian, aunque las veamos desde el sofá.
[–>[–>[–>Casi nadie deja de trabajar porque le toque el Gordo. Por eso la lotería nos une tanto: es un sorteo relativamente humilde, con sueños cada vez más terrenales, pagar la hipoteca, hacer un viaje, cambiar de coche, y poco más. Y con eso basta. Porque quienes no han tenido suerte celebrarán igualmente la Navidad, y quienes han sido agraciados tampoco lo harán a lo grande. En ese equilibrio sencillo, casi doméstico, reside su verdadero encanto. Hay quien piensa que la cuantía del premio debería subir porque «ya no da para nada». Pero si con El Gordo la gente se hiciese millonaria, en parte, el sorteo perdería esa esencia tan suya de brindar por un Quinto de 6.000 euros.
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Al final, seguir jugando a la lotería es una forma discreta de resistencia frente al desencanto. Es aceptar que las probabilidades están en contra, pero que la ilusión, por pequeña y compartida, merece la pena. Porque mientras haya un décimo en el bolsillo, habrá una conversación pendiente, una esperanza y una excusa más para sentirse parte de algo común. Y quizá por eso, aunque sepamos que casi nunca toca, cada diciembre volvemos a intentarlo.
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[–>Incluso cuando el sorteo termina y comprobamos los números con desgana, queda algo de satisfacción. La Lotería de Navidad nos deja la sensación de haber compartido algo y en los tiempos que vivimos, eso ya es un premio.
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