el legado de un gigante de la pantalla que estrena miniserie

No hay muchos actores que a sus 81 años sean capaces de sostener con su carisma, buen oficio y credibilidad toda una serie que, sin su presencia, sería una más del montón. Robert De Niro solo necesita salir en pantalla para que nos creamos desde el minuto uno en «Día cero» su papel de expresidente de Estados Unidos capaz de volver a la palestra para desmontar una conspiración de órdago y señor mío. Lo más relevante de un nuevo producto de Netflix poco adobado es que el héroe que (quizá) salve al país de la hecatombe no es un guaperas de cachas bien perfiladas sino un hombre de avanzada edad con heridas que nunca cicatrizarán y con secretos extramaritales. Y no es bueno todo lo que reluce porque su sentido del patriotismo se pasa a veces de frenada y no titubea en recurrir a métodos poco edificantes para conseguir información. De Niro aparece y te lo crees aunque el guión se empeñe en todo lo contrario.
Y eso fue así ya desde el principio, cuando no lo conocía nadie y ya entraba en el plano con dinamita en la mirada. Más allá de su vitrina de premios, De Niro forjó en sus mejores años (cuando aceptaba desafíos y no perdía el tiempo para ganar dinero en comedietas de saldo o policiacos sin fuelle) un legado interpretativo construido a partir de una exigencia creativa máxima que unía el talento natural con la preparación minuciosa y casi obsesiva (vale, dejamos fuera el «casi» para que su personaje traspasara la pantalla. Y, cuidado, que sus trabajos más memorables suelen ir acompañados de explosiones de violencia que estrangulan con solo mirarte («El cabo del miedo», por brutal ejemplo).
Por supuesto, nació en Nueva York. En plena guerra mundial: 1943. Familia de artistas. Y vocación temprana. Pronto empezó a aprender el oficio entrando en las tripas de los personajes sin contemplaciones. Lo que habría pasado con su vida de no haber llegado a su vida un joven Martin Scorsese nunca se sabrá pero un talento tan descomunal habría salido adelante tarde o temprano. Fue «Malas calles» (1973) el pistoletazo de salida y el nacimiento de una colaboración director/actor inigualable. Tardó poco en asegurarse un puesto entre los elegidos. Su trabajo como el joven Vito Corleone en «El Padrino II» (1974), aprendizaje siciliano incluido, marcó un hito: ahí es nada, competir con el recuerdo de Marlon Brando y salir airoso. Primer «Oscar» y a seguir escalando.
Inmersión a cualquier precio para entrar en las profundidades del mal: engordó 27 kilos para encarnar la rabia ensangrentada y luego redimida de Jake LaMotta en «Toro salvaje» (1980), trabajó como taxista para ser el Travis Bickle asesino que pasa en «Taxi driver» (1976) de ser un don nadie enamorado de la mujer (im)perfecta a ser el justiciero amartillado que abre las puertas del infierno para salvar a la niña prostituta. Y ayudó a Scorsese a convertir las risas de la fama en el odio del fracaso en la vitriólica «El rey de la comedia» (1982), el claro anticipo de otra mascarada furibunda y de sonrisa petrificada como «Joker» (2019).
Asociado por insistencia a papeles de gángster por gentileza de Scorsese, De Niro casi se convirtió en un subgénero en sí mismo de la degeneración humana en «Uno de los nuestros», «Casino», «El irlandés», «Érase una vez en América»… Fuera de ese ecosistema mafioso, el actor ha probado de todo con resultados dispares, desde melodramas tremebundos («Despertares») hasta comedias tontuelas («Los padres de ella»), en algunas de las cuales dejaba libre su afición por el histrionismo, quizá para camuflar su falta de interés en el asunto. Las descomunales «La misión», «El cazador» o «Los intocables de Eliot Ness» ganaban mucho en carisma con su presencia arrolladora. Seamos generosos con sus tropiezos y tropezones: su gran familia necesita muchos ingresos. Y recurramos a los signos de admiración en su duelo con alguien que tiene mucho en común con él, Al Pacino, para poner la pantalla al rojo vivo en «Heat» (1995), el peliculón de Michael Mann en el que encarnaba a un villano romántico.
Sería imposible no enlazar algunas escenas de Robert De Niro a la memoria colectiva. Su mirada enloquecida hablando con el espejo («You talkin’ to me?»), su combate exterminador en el ring pidiendo más y más paliza, sus dudas sobre matar o no matar a Ray Liotta, su muerte sujetando la mano de Pacino… Su vista nublada por el opio o su…
No es De Niro alguien con pelos en la lengua cuando se trata de opinar sobre asuntos políticos. Su antipatía por Donald Trump es bien conocida (en 2024 lo definió como un «payaso empeñado en destruir la democracia estadounidense»), hasta el punto de que los lamebulos de turno intentaron propagar la mentira de que el actor había utilizado su aparición en la gala de los «Oscar» para insultar al presidente. Lo que pasa es que ese «fuck Trump» no se produjo en los «Oscar» (no estuvo) sino en 2018 durante la gala de los premios «Tony» del teatro estadounidense.
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