El latido del barrio
El barrio tiene corazón, aunque no se le vea. Late despacio por las mañanas, cuando la persiana de la cafetería La Galería se levanta, y el vapor de la cafetera empaña el espejo, Sarina sirve los primeros cafés y Ángel limpia la barra con un paño gastado. Entonces el barrio se despierta.
[–>[–>[–>Late también en la voz del panadero, que saluda, aunque llueva, y en la risa de los niños que salen del colegio, con las mochilas abiertas y el bocadillo en la mano. Late en la radio del taller, que mezcla noticias con el golpe del martillo, y en las campanas de la iglesia, que suenan como si recordaran a todos que el tiempo, igual que el pan, se reparte cada día.
[–> [–>[–>Hay un latido en las ventanas de las vecinas mayores, en su silencio sabio, en su mirada que todo lo sabe. También en Pepa, con su vermut de media mañana, brindando sola, pero sonriendo a todos, y en Cipri, que saluda a medio mundo y hace del saludo una manera de vivir.
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El barrio respira a mediodía, entre olor a lejía y pan tostado, y por la tarde se sienta en los bancos, donde tres jubilados arreglan el mundo sin micrófonos. Hasta los graffitis nuevos laten, con su letra torpe pero sincera, igual que los árboles del paseo, que guardan sombra para los que ya no están.
[–>[–>[–>Y cuando suena una sirena lejana, el barrio se queda quieto un instante, como si contuviera el aliento. Entonces el cronista levanta la vista, anota algo en su cuaderno, y comprende que el barrio –este barrio– tiene un corazón hecho de gestos, de olores y de nombres.
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Y que mientras alguien lo escuche y lo escriba, seguirá latiendo.
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