Blindar el aborto y otros arrebatos
El Gobierno presume y alardea de las cifras macroeconómicas de España, pero cada vez hay más pobreza y desigualdad y los salarios y pensiones se estrellan de continuo con la cesta de la compra, el coste de la energía y el sostenimiento de las cuatro paredes que resguardan la vida privada. La pobreza infantil es alarmante (de las más altas de Europa) y en todo el país el acceso a la vivienda sigue siendo lo que siempre fue: un problema fundamental, monstruosamente acrecentado hoy por el desmadre del alquiler turístico y la masiva adquisición de pisos por los grandes fondos de inversión extranjeros. El patetismo de los desahucios que se ejecutan en el telediario nos revuelve las tripas. Igual que la masacre y destrucción de Gaza y Ucrania, o las pateras zozobradas que nos sirven las imágenes televisivas a la misma hora. Los desastres climáticos que muestran el brutal arrastre por las riadas de vehículos, casas, animales y personas nos conmueven a casi todos, excepto a los políticos más irresponsables e ineptos. Como no tenemos el infinito (e incomprensible) aguante de Dios Padre ante las tragedias de la condición humana, sentimos el impulso de apagar la tele o cambiar de canal, pero debemos contener ese impulso porque ser testigos, prestar atención, es, muchas veces, nuestra única forma de solidaridad. En democracia existe la obligación de «saber».
[–>[–>[–>Hubo un tiempo en que Pablo Iglesias y los suyos llamaban «la casta» a toda la clase política surgida originariamente de la Transición. La fiebre antielitista duró hasta que los recién llegados, sedicentemente dotados de inmaculada pureza, se incorporaron a los pesebres gubernamentales y parlamentarios, compraron chalets y enviaron a sus hijos a colegios estrictamente privados. Actualmente la «castidad» es otra cosa, la de siempre, y como de costumbre brilla por su ausencia, también entre los otrora puritanos.
[–> [–>[–>¿Qué nos queda, pues, si no cabe esperar que los políticos profesionales resuelvan los problemas de la gente común, o sea, el deterioro de la sanidad y de la educación públicas o el control, prevención, distribución y asistencia de la inmigración? Nos quedan, para disimular su incompetencia y cobardía, las grandes batallas identitarias y culturales: el funesto patrioterismo de los nacionalistas de todos los pelajes (desde Vox hasta Bildu, pasando por Silvia Orriols), el avance disparatado del multilingüismo contra la lengua común que hablan y escriben todos los españoles, la impúdica amnistía de los secesionistas del «procés», el mendaz intento de blindaje constitucional del derecho al aborto, el apoyo a la singularidad tributaria de Cataluña en contra de la igualdad de todos los territorios (igualdad ya desmentida desde el principio por la Constitución en favor de los privilegios vasconavarros), etc., etc.
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Para calibrar la importancia de tanto dislate, debemos reparar en el hecho capital de que el Gobierno carece del respaldo de una compacta mayoría en el Congreso (la de la investidura de Sánchez fue un remiendo coyuntural), y encima el PP controla el Senado con mayoría absoluta. Una de las costuras más débiles del Gabinete Frankenstein resultante es Junts, partido cada vez más distanciado, vociferante y extorsionante: ¡lo de la pretensión de oficialidad del catalán, vasco y gallego en Europa resulta de traca! Pero ahí están Sánchez y Albares dando tan ridícula batalla, sin respeto hacia la Constitución, que consagra el castellano como lengua oficial del Estado español, y hacia los tratados europeos. Ahora Junts, visto el auge en las encuestas de Aliança Catalana (una especie de lepenismo made in Ripoll), finge que se va del siempre precario acuerdo con los socialistas. Estos, a su vez, simulan que no pasa nada y reiteran que seguirán hasta el final de la legislatura. ¿Pero cómo pueden llamarse «progresistas» quienes, despreciando la democracia parlamentaria, no sacan la conclusión de que su impotencia en la aprobación de la Ley de Presupuestos debe conducir inmediatamente a unas nuevas elecciones? El Senado se ha propuesto llevar al Gobierno ante el Tribunal Constitucional por incumplir su deber de presentar ante las Cortes el proyecto presupuestario. Y no le falta razón.
[–>[–>[–>Ahora bien, retener las poltronas contra viento y marea es la empecinada consigna del búnker gubernamental. Es más, el Consejo de Ministros acaba de aprobar la remisión al Congreso del proyecto de Ley Orgánica de Enjuiciamiento Criminal. ¡Como si el Gabinete gozara de holgada mayoría para semejante empeño! Y lo mismo pasa con la anunciada reforma constitucional. Es curioso lo que sucede con este evidente brindis al sol por parte del Gobierno. En su sentencia 44/2023, el Tribunal Constitucional, con mayor o menor acierto, dejó dicho que «la interrupción voluntaria del embarazo, como manifestación del derecho de la mujer a adoptar decisiones y hacer elecciones libres y responsables, sin violencia, coacción ni discriminación, con respeto a su propio cuerpo y proyecto de vida, forma parte del contenido constitucionalmente protegido del derecho fundamental a la integridad física y moral (art. 15 CE) en conexión con la dignidad de la persona y el libre desarrollo de su personalidad como principios rectores del orden político y la paz social (art. 10.1 CE)». Sin embargo, el Ejecutivo pretende incluir el derecho al aborto en el artículo 43 de la Constitución, de modo que paradójicamente tendría menor protección que su inserción jurisprudencial en el artículo 15. En todo caso, se trata de una burda maniobra de distracción, porque el PSOE no dispone de la mayoría de tres quintos en el Congreso y en el Senado que la Carta Magna exige para tal modificación.
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Yo creo que el país necesita unas elecciones generales ya. Esta legislatura se ha convertido en una verdadera pesadilla.
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