Un cliente, un enemigo
Cinco coches esperan. El primero avanza lentamente y para en seco en cuanto un «STOP» parpadea. El conductor se apea con dificultad. La vida le ha pasado por encima. Cojea, va encorvado y se le ve despistado. Se acerca a la torreta donde debe teclear un código para que el túnel de lavado arranque. Son seis cifras impresas en una hoja pequeña, algo fácil de perder. Rebusca en sus bolsillos, abre la cartera. Nada. Un señor pierde la paciencia. Pita. Otro hace aspavientos y clama que «no doy crédito a tanta torpeza». El protagonista se desespera y solloza: «¡Un poco de misericordia, que ando perdido!». Cuánta razón. En qué momento dejamos de mirar al otro para creer que nuestro ombligo es el centro del mundo y cuándo tanto numerito comenzó a complicarnos la vida.
[–>[–>[–>Durante el covid (buf), se adoptaron lógicas medidas de protección. Se acabó ir a una sede pública y hacer cola para realizar trámites o ir al banco cualquier día de la semana a informarnos sobre nuestra cuenta corriente. Con la pandemia inauguramos la era de la cita previa y de las gestiones telemáticas. Y llegó para quedarse. No negaremos que es eficiente y que, si te manejas mínimamente bien en un entorno digital, ganas en agilidad, pero hay que reconocer que, además de puestos de trabajo, hemos perdido por el camino calidez y sensación de seguridad y confianza.
[–> [–>[–>Esta forma de relación con bancos, empresas de telecomunicaciones y energéticas o administraciones ha expulsado de una coz a, entre otros, personas con pocas competencias tecnológicas y mayores. Quienes, entre muchas comillas, tenemos alguna habilidad sudamos la gota gorda cuando visitamos a un médico, por poner un ejemplo. Hablar con un responsable de atención al paciente es una utopía y hay que ser Einstein para deducir que nuestro itinerario saludable comienza en una máquina. Primero, el DNI, luego la tarjeta sanitaria y esperar a que salga un papelito con un número de despacho y un turno que, para mayor complicación existencial, se compone de cifras y letras aleatorias. Hemos sustituido la sala de espera con revistas del corazón antiguas por la tensión de mirar una pantalla y esperar a que ésta cante bingo. Buf, buf. Recuperar una contraseña bancaria es otra vuelta de tuerca. Correos electrónicos, códigos, alertas de seguridad, mensajes que solicitan autorizaciones, demostrar que no eres un robot para acabar visualizando un saldo paupérrimo ganado con el sudor de tu frente. No hay persona mayor que viva sola capaz de torear este proceso.
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A día de hoy, toda mi empatía va hacia quienes deben implantar la facturación electrónica en breve. Eso sí es subir al Kilimanjaro con vientos racheados en contra. De momento, conozco a tres propietarios de pequeños negocios locales emblemáticos que tiran la toalla y se niegan a abrir el melón de la burocracia en mayúsculas. Y luego nos preguntamos por qué desaparecen los negocios pequeños.
[–>[–>[–>Comprendo a quienes piensan que algunos siguen la consigna: «Un cliente, un enemigo a batir» y no hay campaña de marketing que logre que yo pueda llegar a creer que a estas grandes corporaciones les intereso como ser humano. Lo patético es que, a pesar de saber que les importo un pimiento tengo todas sus aplicaciones en la pantalla de inicio de mi móvil. Buf, buf, buf.
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