Descifrando Puerto Rico y el amor por sus raíces | Guia El Viajero

Es un hecho que en el Caribe los pesares se administran bailando, cantando, aferrándose al humor con una carcajada que combina llanto, impotencia, frustración, alivio y risa. También, para qué negarlo, desde hace unas cuantas décadas resulta útil perrear.
Hoy en Puerto Rico se vive un fenómeno cultural que, si bien tiene trascendencia internacional al tratarse del álbum número uno en las plataformas de distribución musical, se experimenta en la isla que lo protagoniza de un modo visceral. Pues si en Puerto Rico somos profundamente autobiográficos (gente que le cuenta su vida a extraños a la menor provocación), el nuevo disco de Bad Bunny, Debí tirar más fotos, se impone como una suerte de biografía colectiva que intenta contarle al mundo qué se siente vivir aquí en este momento en la historia. Con sus contradicciones, con una postura política anticolonial, de corte independentista y directa en la denuncia contra fenómenos como la gentrificación, la corrupción, la migración masiva y las debacles estructurales que la generan, el disco ha tocado más de un nervio social. A la lista se suman el derrumbamiento del sistema educativo y el asedio que se experimenta en la calle, sobre todo en la zona costera, ante la presencia de estadounidenses —cada vez mayor y estratégicamente incentivada por el Estado— que poco a poco han adquirido propiedades, transformado comunidades e impactado en la cotidianidad que se vive en el país.
En julio de 2019, en un chat que, al revelarse, costó la renuncia del exgobernador Ricardo Rosselló y sus más cercanos asesores por sus mensajes homófobos y sexistas, se hablaba entre broma y broma de un futuro brillante, de un “Puerto Rico sin puertorriqueños”. La fórmula es harto conocida en países empobrecidos, de trasfondo colonial o convertidos en paraísos fiscales: que los dueños sean otros, los locales serán el servicio. El país como un gran hotel disponible al mejor postor y con locales agradecidos por la dádiva de un empleo mal pagado. En el medio, una clase media alta servil al nuevo patrono.
Aunque desde el Estado se niega la noción del desplazamiento que se vive en comunidades alrededor de la isla, nadie aquí pudo evitar reírse con amargura cuando en el vídeo con el que se lanzó el disco de Bad Bunny el 5 de enero —fecha elegida por ser Día de Reyes, un valioso símbolo cultural— aparece una escena en la que una mujer estadounidense intenta tomar una orden en inglés y ofrece un “quesito sin queso”, en una especie de negación absurda de los sabores que más cerca llevamos los puertorriqueños en la memoria. La risa es porque algo así, que se advierte en el futuro, ya nos ha pasado aquí y allá.
“El disco apela a una nostalgia de un Puerto Rico pasado, y un poco interroga esa noción de la puertorriqueñidad frente a un desplazamiento no solo físico, sino también cultural. Pienso en canciones como Lo que le pasó a Hawaii, archipiélago donde se desplazó la cultura, se americanizó, y el disco trata de contestar esa pregunta: ¿qué es Puerto Rico?”, observa el historiador Jorell A. Meléndez Badillo, de la Universidad de Wisconsin-Madison, autor del libro Puerto Rico: Historia de una nación (Planeta, 2024) y el encargado de trabajar para el disco de Bad Bunny los apuntes históricos que acompañan los visuales de las canciones. “Existen muchos Puerto Rico, que diferentes personas, dependiendo de sus identidades y posicionalidades de raza, género y clase, experimentan de distintas maneras”, añade. A la vez, señala que esa imagen de Benito Antonio Martínez Ocasio —nombre real del artista— con la pava —sombrero tradicional del trabajador campesino— y la insistencia en la vuelta al campo —el jíbaro, el pitorro, la vida rural—, si bien es producto del nacionalismo cultural impulsado por el Estado en las décadas de los años cuarenta y cincuenta tras el establecimiento del estatus actual de la isla (el Estado Libre Asociado), también es cierto que es profundamente problemática por todas las identidades que invisibiliza, particularmente el blanqueamiento y la negación del pasado esclavista. “Hay una idealización de cierta puertorriqueñidad que pertenece al Puerto Rico escondido, el que no conocen los turistas… un lugar que todavía es nuestro, aunque ya están llegando los Airbnb”, explica el profesor.
Lo que sucede es que en los Airbnb también se va la luz y de vez en cuando el agua. En las carreteras hacia estos alojamientos tampoco hay casi focos que alumbren el camino. Llegar en transporte público es una odisea, la comida es carísima y el limitado acceso a la vivienda para los residentes choca de bruces con los edificios abandonados bellamente convertidos en iconos del muralismo y la cantidad de edificios viejos que, bajo nuevos dueños, experimentan remodelaciones que resultarán en propiedades solo accesibles a unos pocos. En fin, en palabras universales: la crisis. La misma que no empezó con la presidencia de Donald Trump. Fue hacia 2006, con un cierre del Gobierno ya evidente, incluso antes del desplome hipotecario estadounidense. Y la deuda impagable, y la imposición desde 2016 de una Junta de Control Fiscal por el Gobierno de EE UU que decide lo que es o no esencial en el país; y los huracanes y los terremotos y las inundaciones y la pandemia y la revuelta popular y la gente yéndose en masa y la bajada en natalidad y todos los fracasos acumulados han ido cerrando el cerco. Un cerco hermoso, eso sí. De playas que hacen cosquillas a la mirada, de gente amable y hospitalaria, de rincones para el placer de quienes tratan el cuerpo como un templo. Estar aquí es, quizás, habitar un asedio, pero un poco distraídos. Un sentir que el futuro siniestro te respira tras la oreja, pero por esa misma oreja escuchas esa música irresistible, el agua del río o del mar, el aceite caliente de la fritanga y, por un instante, parece que todo está bien. Pero asedio es asedio y no se limita a lo antes descrito. La segunda presidencia de Trump ya ha impactado directamente la estabilidad de la economía de la isla, tan amarrada al flujo de fondos federales. Se sabe que Puerto Rico es un balón político y aquí no pocos esperan la patada que vendrá.
Entonces, cuando se acerca el peligro hay que huir de la costa a la montaña. Hay que refugiarse. De algún modo, aunque sus símbolos puedan resultar conflictivos como todo proyecto unificador de nacionalismo cultural, el disco de Bad Bunny se ha recibido como un refugio, un espacio sonoro desde el cual se han canalizado estos malestares. Y, a su vez, ha podido hacerse en gran medida desde el goce. Tanto el de nuestros ritmos autóctonos, como la música jíbara y la plena, pasando por la salsa diaspórica y el reguetón siempre impuro con su dosis de realidad. Como si dijera “adentro resistimos, adentro podemos ser con un poco más de libertad”. O quizás el idealizado retorno a los valores simbólicos del campo sea un guiño terrible ante una posible realidad: ante el fracaso del intento de país que quiso ser parte de la modernidad del mundo, el retorno al punto de partida. A Meléndez Badillo le interesa esa lectura. “Hablamos de la migración pero no de las estructuras y las múltiples crisis que la generan, del diseño que hay detrás. También vemos un Estado fracasado sin la capacidad de construir una cultura hegemónica”, apunta, y celebra el que sea desde el mundo cultural (“y con este muchacho joven que tiene la plataforma más grande”) desde donde se amplifique una noción de puertorriqueñidad que, más allá de sus conflictos, “es importante frente al desplazamiento y, a la vez, es una reafirmación nacional que no sé si corresponde a la realidad y que niega otras puertorriqueñades”. Pero añade: “A mí me parece que afirmar la bandera, el español, la pava en este momento histórico es superimportante… y ese sentimiento ha conectado con una generación que solo ha vivido crisis. Parte del proyecto colonial en esta etapa de desplazamiento es también la ruptura, el borrar la memoria colectiva, y hay un intento de retomar esa puertorriqueñidad”, afirma, no sin antes hacer la salvedad de que “es un artista, no podemos pedirle que lo resuelva todo”.
La nueva banda sonora de una tradición
En enero se celebran las tradicionales fiestas de la calle de San Sebastián, y nadie exagera si afirma que la banda sonora de esta edición fue ese disco, que ha trascendido en generaciones que desconocían las raíces de su propio país. Vendían pavas en cada esquina y había una sensación general de gusto, de orgullo, de alegría por ser lo que somos, sea lo que sea que eso signifique para cada cual. Bajo la sombra de la pava del artista —cuyas intervenciones en la política del país no son ya novedad— cabíamos todos. Hubo una casa cuyo balcón se convirtió en el protagonista de infinidad de fotografías. Es el hogar de la escritora Magali García Ramis, voz indispensable en nuestra literatura y reconocida internacionalmente. Es una sanjuanera de tradición y, cada año, coloca una bandera en su balcón en saludo a los visitantes de la ciudad con motivo del festejo. Esta vez añadió un mensaje, una parte del estribillo de la canción Lo que le pasó a Hawaii. “Quieren quitarme el río y también la playa / Quieren el barrio mío y que tus hijos se vayan / No, no suelte’ la bandera ni olvide’ el lelolai / Que no quiero que hagan contigo lo que le pasó a Hawái”. Las fotos bajo el cartel se volvieron virales, las personas la llamaban para que se asomara y posara; fue evidente que esa frase había calado hondo. “Aunque parezca clichoso, para nosotros significa ser puertorriqueños… La gente venía y se sacaba la foto con la mano en el corazón”, cuenta la autora. La anécdota recuerda a aquello que una vez dijo el escritor Luis Rafael Sánchez: “Puerto Rico es un país de gestos, que no de gestas”. En los gestos del día a día sobrevive la puertorriqueñidad.
“Vimos en Hawái la marginación de la gente originaria, de su cultura, salvo aquello que pueda venderse como exotismo. Vimos como irrumpieron, igual que aquí, siempre con su religión protestante, sus mejores escuelas y hospitales”, reflexiona García Ramis, quien observa diariamente con pesar cómo en el Viejo San Juan “lo están comprando todo”, sin consideraciones a los requerimientos patrimoniales. “Le están quitando los soles truncos a las casas, los barandales. Son personas que no tienen ninguna afiliación con esta historia. Hablan en inglés y exigen que todo sea en inglés. Ha cambiado la cultura de la ciudad”.
Pero quien venga de Europa o de América Latina “se encuentra con la grata sorpresa de ver que hablamos español, que las múltiples culturas que conforman lo puertorriqueño están vivas y coleando. Puerto Rico es un territorio que pertenece a Estados Unidos y el Congreso decide qué hacer y esa absoluta falta de soberanía se va a palpar también, pero los puertorriqueños, la gente, la nación que no es el territorio, somos otra cosa”, enfatiza la autora de textos icónicos como Felices días, tío Sergio, quien recuerda que la primera obra de la literatura puertorriqueña se titula, precisamente, El Gíbaro, una figura conflictiva y unificadora que hoy resurge como respuesta a la realidad social.
La pava, considera, ha resultado práctica como símbolo y recuerda que “esos jíbaros no eran solo blancos”. El universo costero y de la urbanización tampoco desaparece. Lo distingue en las sillas de plástico. Las mismas que se usan hoy en cualquier fiesta familiar aquí y en tantos otros países, en ese momento y lugar donde convergen los placeres de cualquier nación: lo familiar, la memoria, la alegría de juntarse a reírse de la tragedia.
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