El silencio que cuida y el ruido que hiere
Adolfo Rivas Fernández es director general de la Fundación Vinjoy y doctor en Psicología
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Asturias –como el resto del país– amaneció hace unos días con un nudo en la garganta. Dos adolescentes habían sido halladas muertas en un parque, en circunstancias que apuntan a un suicidio. La noticia corrió como un incendio: titulares urgentes, detalles que nunca deberían haberse publicado, declaraciones precipitadas, especulaciones que se presentan como certezas. Y el dolor de esas familias, que debería estar protegido por un silencio casi sagrado, se ha convertido en una especie de escenario público.
[–>[–>[–>La conmoción es inevitable. La tristeza es inmensa. Pero junto a ese dolor aparece algo que conviene decir de manera clara y urgente, aunque incomode: no todo vale cuando el sufrimiento adolescente irrumpe en los medios de comunicación. La forma en que contamos, miramos y nombramos estos hechos importa tanto como los hechos mismos. Y, a veces, sin mala intención, hacemos daño. Mucho daño.
[–> [–>[–>Estos días estamos viendo cómo se mezcla respeto con morbo, duelo con espectáculo, alarma con irresponsabilidad. El suicidio adolescente –uno de los temas más sensibles que existen– está siendo tratado como noticia protagonista, repetida en bucle, adornada con detalles innecesarios y casi siempre acompañada de un dramatismo que no ayuda a nadie. Y es necesario recordarlo: la evidencia científica es contundente. La manera en que se habla en los medios puede aumentar el riesgo en jóvenes emocionalmente vulnerables. Los protocolos internacionales son claros: no se deben detallar métodos, ni lugares, ni especulaciones; no deben difundirse mensajes que puedan ser interpretados como invitación, espejo o salida. No es moralina: es salud pública.
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Mientras tanto, muchas familias viven estos días en un estado de ansiedad permanente. Se preguntan qué está pasando con la adolescencia, qué está ocurriendo en los institutos, qué señales deben vigilar, qué reacción es la adecuada. Y otras muchas recuerdan, con miedo, la posibilidad de que el dolor de sus hijos –ese dolor silencioso que a veces asoma, a veces se disimula– pueda confundirse con un riesgo extremo. Lo comprendo profundamente. Pero también sé que el miedo adulto, cuando no está acompañado de comprensión, se convierte en un factor de riesgo adicional. El temor puede llevar a interrogatorios, a sobrevigilancia, a un control desesperado que asfixia en lugar de proteger.
[–>[–>[–>Conviene decirlo con serenidad: la mayoría de adolescentes no quiere morir; quiere dejar de sufrir así. Hay una diferencia abismal entre querer terminar con la vida y no saber cómo sostener el peso de lo que se siente. Y esa distinción es fundamental, porque cambia por completo la mirada. Lo que muchas veces parece una amenaza es, en realidad, una súplica. Lo que parece un gesto fatal es un grito de auxilio. Lo que parece una intención de muerte es un intento desesperado por apagar un incendio emocional.
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En los últimos años, la autolesión ha aumentado entre adolescentes. Pero lejos de lo que algunos creen, la autolesión no es un deseo de morir, sino un intento de calmar un dolor emocional insoportable en un cerebro que todavía está aprendiendo a regular la intensidad de sus emociones. Es una estrategia rudimentaria, dolorosa, arriesgada, pero que para muchos jóvenes funciona como un alivio puntual del sufrimiento. Confundir la autolesión con un anuncio de suicidio solo aumenta la alarma en los adultos y el silencio en los jóvenes. Cuando un adolescente se hace daño, lo peor que podemos hacer es abordarlo con las preguntas que nacen del miedo: «¿qué has hecho?», «¿por qué lo hiciste?», «¿en qué estabas pensando?», «¿quieres hacerte daño otra vez?», «¿cómo se te ocurre?». Todas esas preguntas cierran, culpabilizan y empujan al joven hacia un lugar de vergüenza del que es muy difícil salir. Lo que realmente necesita escuchar es algo muy distinto, una forma de entrar en su dolor que lo abra en lugar de estrecharlo: «¿qué te dolía antes de esto?», «¿qué te sobrepasó?», «¿qué necesitabas y no encontraste?», «¿dónde te sentiste sola?», «¿qué te ayudaría ahora a respirar un poco mejor?», «¿cómo puedo acompañarte sin agobiarte?». Ese tipo de preguntas no juzga ni vigila: acompaña, sostiene y permite que el dolor se exprese sin convertirse en identidad.
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[–>En medio de este debate, las escuelas vuelven a situarse en el punto de mira. Cada vez que ocurre una tragedia, se buscan errores: ¿el instituto falló?, ¿detectó señales?, ¿actuó tarde?, ¿podría haberse evitado? Esa tendencia es humana, pero además de injusta, es profundamente dañina. Los centros educativos no son los responsables de los sufrimientos íntimos de cada adolescente. Cumplen un papel esencial –uno de los pocos espacios donde un joven puede encontrar escucha, presencia, comunidad–, pero no pueden sustituir la complejidad emocional, familiar, social y vital que acompaña a cada historia. Cargarles con la responsabilidad exclusiva solo ahonda la herida, desanima, desconfía y fractura. Y tampoco debemos convertir las amistades adolescentes en culpables apresurados: a veces, el joven que acompaña no arrastra, sino que intenta no dejar sola a la otra persona en su dolor.
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Lo que necesitan las escuelas no es juicio, sino respaldo. Lo que necesitan las familias no es miedo, sino acompañamiento. Lo que necesita la sociedad no es sensacionalismo, sino criterio. Porque cuando una tragedia así ocurre, lo necesario no son culpables, sino preguntas más hondas, más serenas, más humanas. Preguntas que no buscan señalar a nadie, sino ayudarnos a comprender mejor las complejidades del sufrimiento adolescente. Preguntas que nacen del cuidado y no del juicio, y que permiten abrir espacio a una reflexión sincera y compartida: ¿qué parte de su dolor no pudimos escuchar?, ¿qué fragilidad quedó escondida detrás de su silencio?, ¿qué necesitaban y no alcanzaron a expresar?, ¿qué sostuvo y qué no consiguió sostener lo suficiente en ese momento concreto? Son preguntas que no buscan responsables, sino verdad humana. Y desde esa verdad, podemos acompañar mejor, sin reproches, sin ruido y sin castigos invisibles.
[–>[–>[–>Responder a esto no significa señalar individuos, sino asumir que el sufrimiento adolescente es un asunto comunitario. No se reduce a una familia, a un aula, a un instituto. Nos interpela a todos.
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Por eso debemos hablar de los medios. De su papel imprescindible, sí, pero también de su responsabilidad. Un periodismo que acompaña puede salvar vidas; un periodismo imprudente puede ponerlas en riesgo. En situaciones como esta, lo mejor que pueden hacer es informar con sobriedad, sin dramatización, sin detalles innecesarios, sin convertir el dolor en narrativa emocional. Y, sobre todo, dejar espacio al silencio respetuoso. Hay dolores que no deben consumirse como actualidad. Hay sufrimientos que requieren ser protegidos de nuestra curiosidad.
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A la vez, debemos recordar algo que la prisa colectiva está pasando por alto: los adolescentes no son frágiles; son intensos. Esa intensidad –que a veces desborda, que a veces duele– no es patología, es vida. Pero para manejarla necesitan adultos que no tiemblen por dentro, que no se rompan ante la primera señal de sufrimiento, que no huyan ni invadan, sino que acompañen. La adolescencia es una etapa de vulnerabilidad, sí, pero también una etapa de búsqueda, de potencia, de posibilidad. Y en ese territorio incierto, un adulto entero, tranquilo, sereno, puede marcar la diferencia.
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Asturias necesita calma. España necesita calma. Necesitamos criterio, prudencia, humanidad. Necesitamos reforzar a nuestras escuelas, cuidar a nuestras familias, acompañar a nuestros jóvenes, exigir responsabilidad a los medios. Necesitamos comunidad. Mucha más comunidad de la que creemos. Porque lo contrario –el ruido, el morbo, la especulación– no solo no ayuda: daña.
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La adolescencia no es un precipicio; es un puente. Un puente hermoso, complejo, lleno de vida. Y cuando tiembla, lo que lo sostiene no es el miedo, ni el juicio, ni el rumor, sino la presencia adulta: firme, cálida, humana.
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Hoy, más que nunca, necesitamos ser esa presencia. No estamos ante un problema individual, sino ante un desafío colectivo. La adolescencia no quiere morir: quiere dejar de sufrir en soledad. Por eso la respuesta no está en callar ni en gritar, sino en acompañar. En estar. En sostener. En comprender. En construir, juntos, espacios donde el dolor pueda decirse sin convertirse en espectáculo, y donde la vida –incluso herida– pueda encontrar un lugar donde sostenerse.
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Asturias no necesita titulares: necesita adultos. Y cuando los adultos están, de verdad, la vida siempre encuentra un lugar donde volver a respirar.
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