Tallin, Pärnu, la isla de Saaremaa, Tartu y más encantos de Estonia | Lonely | El Viajero
Estonia se observa en un mapa como una diminuta joya báltica entre Letonia, Rusia y el golfo de Finlandia. Hasta hace unas décadas era uno de los Estados soviéticos, y esto ha pesado mucho en su historia, pero ha dejado su pasado atrás y hoy es conocido, sobre todo, porque ha sabido conciliar la conservación de sus ciudades medievales con la mayor digitalización de un país europeo. Porque desde los años 2000, y gracias a la temprana y vanguardista digitalización de sus servicios gubernamentales, Estonia ha sido un modelo mundial en términos de tecnología digital. Votar, pagar impuestos, crear una empresa, recoger medicamentos, recibir información de los centros educativos… todo puede hacerse online. La tecnología 4G, e incluso la 5G, está extendida incluso en los bosques más remotos.
Su gran ventaja para lograr la modernización del país ha sido precisamente su reducido tamaño y su escasa población, que se disemina por el mar Báltico en más de 2.000 islas. Aquí la naturaleza y la población conviven estrechamente. Los bosques oscuros y silenciosos que cubren más de la mitad del terreno dan cobijo a alces, jabalíes y osos, mientras que en las islas se encuentran imponentes iglesias medievales y una amplia diversidad de culturas. Tallin, la capital, es patrimonio mundial de la Unesco desde 1997 y una de las ciudades medievales mejor conservadas de Europa; y otras ciudades más pequeñas, como Tartu, mantienen sus calles históricas impecables y llenas de vida. Tras el periodo soviético y la independencia en 1991, ha abrazado la europeidad y ha transformado el entorno, lo que incluye nuevos hoteles, museos, restaurantes y un número creciente de visitantes cada año.
Tallin y su bahía
Pasear por el centro histórico de la capital estonia es como un viaje al siglo XII, y esto no es una frase hecha. Entre sus murallas y sus casas pequeñas y coloridas que bordean calles adoquinadas es fácil recordar la época de los comerciantes hanseáticos, cuando controlaban la costa báltica. Encontramos lugares que nos hacen retroceder en el tiempo, como el Museo Kiek in de Kök, una de las 26 torres de vigilancia de las fortificaciones que permite explorar los pasajes subterráneos que se utilizaban para defender la ciudad. O como la iglesia del Espíritu Santo, que contiene tesoros de arte sacro, o el Pasaje de Santa Catalina, que alberga un gremio de artesanos que todavía trabajan al estilo antiguo. Lo mismo ocurre con el Patio de los Artesanos (Meistrite Hoovi), cubierto de hiedra, donde se pueden visitar los talleres y tomar un café en la terraza.

Para disfrutar de una vista de postal, solo hay que subir a la colina de Toompea, al castillo que alberga el Parlamento de Estonia. Desde aquí se ve la dimensión real de Tallin y de dónde le vino su riqueza: estamos en uno de los puertos más importantes del mar Báltico.
Otra oportunidad perfecta para respirar una bocanada de aire fresco marino son las playas de Pärnu y las islas salvajes con sus extensos bosques, a solo unos kilómetros de la capital.
Callejeando por Vanalinn
Lo más fotografiado en Tallin es siempre el casco antiguo (Vanalinn), la gran joya medieval del país, con sus dos barrios: Toompea y la ciudad baja. Lo único que hay que hacer es pasearse entre fachadas de piedra de mansiones de mercaderes hanseáticos, patios oscuros y escaleras desgastadas a las que se sube para contemplar los rojos tejados de la ciudad. A pesar de la invasión turística de los últimos años, ha logrado permanecer casi intacto. El mayor problema tal vez sean los cruceros, que en verano dejan un tráfico colapsado y legiones de pasajeros invadiendo las calles. La buena noticia es que a media tarde los cruceristas desaparecen y las calles quedan despejadas para quien quiera disfrutar del paseo tranquilo.

Todas las calles llevan a la plaza Raekoja, presidida por un Ayuntamiento de estilo gótico y otros edificios de color pastel de los siglos XV al XVII. El símbolo de la ciudad es la Torre del Ayuntamiento, que tiene aire de minarete: se diseñó siguiendo un boceto realizado por un comerciante tras su visita a Oriente. Hay otras joyas en las que pararse en la ciudad baja, como la Farmacia del Ayuntamiento, que funcionaba ya en la Edad Media; la Sede del Gran Gremio, una magnífica prueba del esplendor que alcanzaron las asociaciones de mercaderes medievales; o la iglesia luterana, un impresionante templo gótico. Aunque el edificio más antiguo de Tallin es el monasterio de Santa Catalina, también en el centro y reducido a un armazón semiderruido con un apacible claustro lleno de lápidas labradas.
No faltan una catedral católica (con cierto aire español), una iglesia ortodoxa, un museo de la ciudad instalado en la casa de un mercader del siglo XIV o una torre desde las que tener las mejores vistas de Toompea y de los tejados de la ciudad baja: es la torre de la iglesia de San Olaf, que, en su día, antes de que se quemara en un incendio en el siglo XVII, era uno de los edificios más altos del mundo.
Un paseo por Toompea, en lo alto de Tallin
Por encima del casco antiguo de Tallin se eleva Toompea. En época teutona era la sede de la nobleza feudal, que miraba, literalmente, por encima a los comerciantes y a la plebe que vivían a sus pies. Hoy es un barrio de edificios gubernamentales, iglesias, embajadas y tiendas donde venden artículos de ámbar e imanes de neveras, pero mucho más tranquilo que las abarrotadas calles de abajo.

Aquí están la catedral luterana (Santa María) y la ortodoxa (Alejandro Nevski), con unas magníficas cúpulas bulbosas que recuerdan que en el siglo XIX se rusificaron las provincias bálticas del imperio. Pero lo que culmina el paseo es el castillo de Toompea, sede del Parlamento estonio, que tiene dos caras: una es la fachada barroca de color rosado que da a Toompea, la otra, la austera muralla livonia del siglo XIV que se ve desde el mar y los alrededores.
En esta parte alta de Tallin se puede hacer también un viaje a su pasado más lúgubre, y no tan lejano en el tiempo. Por ejemplo, en la colina de Linda, donde se supone que está enterrado Kalev, el primer líder de los estonios, que en época soviética se convirtió en el monumento no oficial en memoria de las víctimas de las deportaciones y ejecuciones en masa dictadas por Stalin. Antes de 1991, era un acto político temerario depositar aquí flores.
También aquí están los túneles de los bastiones, excavados por los suecos en el siglo XVII para conectar los bastiones de las murallas. A lo largo de los años se han utilizado como refugios nucleares, pero también como salas de ensayo de grupos punk. Y no muy lejos, el Museo Vabamu de las Ocupaciones y la Libertad, que es un viaje al sufrimiento de los estonios durante las cinco décadas de ocupación nazi y régimen comunista y de su proceso para recobrar la libertad. Hay vídeos, fotos y también se muestran las antiguas celdas del KGB.
Dárselas de hípster en Kalamaja
Con sus fábricas de conservas abandonadas y sus casas de madera multicolores, el antiguo barrio de pescadores de Kalamaja presume hoy de su ambiente bohemio y se ha convertido en una de las zonas más interesantes de Tallin. Después de hacer algunas compras en el mercado de Balti Jam Turg, toca subir a bordo del Lembit, un submarino de 1936, en el Museo Marítimo. Luego hay que ir a los almacenes Telliskivi, convertidos en un centro artístico. Cafés de moda, murales de arte urbano, galerías de arte, tiendas conceptuales… aquí se aprecia el trabajo de los jóvenes talentos estonios tomando una cerveza elaborada en el barrio. En lo que era la peor zona del barrio, las fábricas abandonadas se han convertido en la Ciudad Creativa de Telliskivi, el centro de ocio más alternativo, con cafeterías, tiendas de bicicletas, paredes de granito, cervecerías artesanales, furgonetas de comida o estudios artísticos.

La inauguración del impresionante museo Lennusadam es otra de las claves de la revolución iniciada por una colonia de gente joven que se dedicó a abrir cafeterías y bares en almacenes abandonados y locales destartalados. Lennusadam era una estructura de hormigón creada en 1917 para albergar hidroaviones, un amplio espacio que durante décadas pareció la guarida de un villano de James Bond, hasta que se restauró completamente en 2012 y hoy es un museo que rinde homenaje a la tradición marinera de Estonia. Aquí lo mismo te encuentras un submarino de los años treinta como un rompehielos o un hidroavión colgando del techo.

Como contraste, el fuerte de Patarei, que fue cárcel de los rusos, de los nazis y del régimen soviético, se ha dejado tal cual, para el recuerdo: un lugar abandonado, frío, húmedo y lúgubre, con calabozos, celdas de aislamiento e incluso una sala de ejecuciones. Para que nadie olvide el pasado negro que hace solo unas décadas que terminó.
Para los que se sientan atraídos especialmente por el pasado soviético, está también el Museo del KGB, en el centro de Tallin, el antiguo Hotel Viri, que desde 1972 fue el único rascacielos de Estonia y el único alojamiento donde los turistas podían alojarse en la ciudad. Así podían vigilar lo que hacían y evitar que tuvieran contacto con los estonios. Por eso, se dedicó el piso 23 al espionaje del KGB. Hoy hay circuitos muy interesantes por las instalaciones, en varios idiomas.
Un poco de aire fresco
Tras la visita al centro y el viaje al pasado oscuro de Estonia, viene bien un poco de naturaleza. A dos kilómetros al este del casco antiguo está el parque Kadriorg, la zona preferida de los vecinos de Tallin, presidida por el elegante palacio barroco rosa y blanco que el zar Pedro I el Grande encargó para su esposa Catalina I cuando conquistó Estonia. Hoy sus jardines son un bosque de robles, lilos y castaños que dan sombra a quienes pasean o disfrutan de un pícnic en los jardines.

En Kadriorg encontraremos también el Palacio Presidencial, pero también una espectacular estructura futurista de diseño finés y siete pisos construida con piedra, vidrio y cobre. Es el Museo de Arte Estonio (Kumu), que alberga la mayor exposición de arte nacional.
Otra de las zonas preferidas para esparcimiento de los vecinos de la capital es Maarjamäe, en la carretera que bordea la bahía de Tallin, con varios museos y un palacio. Y al final de esta carretera, Pirita, la playa más popular de la ciudad en la que no faltan aficionados al windsurf y al kitesurf.
La sauna es una forma de vida en Estonia, y una de las más antiguas es Kalma Saun, fundada en 1928 y escondida detrás de una fachada art déco. Hombres y mujeres se bañan por separado, sin ropa (está prohibido llevar cualquier prenda).
En el bar Heldeke, un antiguo burdel reconvertido en bar y discoteca que abre su sauna dos días a la semana (miércoles y domingo), se puede disfrutar de una sauna caliente y una cerveza para refrescarse.
Bañarse en Pärnu, la capital del veraneo estonio
Con su encantador aspecto belle époque, Pärnu, al sur de Tallin, es pionera entre los destinos turísticos costeros del Báltico. Es lugar de encuentro de la élite estonia, un lugar para pasear por la playa y los bulevares. Después de un baño en el mar y un paseo junto al mar, es obligado recorrer al centro, un lugar apacible, con calles históricas que invitan a pasear y amplios parques salpicados de villas de principios del siglo XX que reflejan su elegante pasado.

Pärnu merece también una visita por sus museos, iglesias, edificios tradicionales, bares y restaurantes familiares. Sus casas de madera en tonos pastel todavía sirven como tiendas o viviendas, y con dos hitos turísticos: la iglesia de Catalina II y la Torre Roja medieval. Luego toca almorzar en el elegante Mon Ami u optar por el ambiente bohemio de Supelsaksad. Para terminar, hay que ir al spa en el icónico edificio de los baños de fango construido en el siglo XIX en la playa bordeada por varios edificios de comienzos del siglo XX.
La nota moderna la pone el Museo de Arte Nuevo, instalado en la antigua sede del Palacio Comunista. Este es hoy uno de los espacios culturales más vanguardistas de Estonia, establecido en 1992 como primer museo nacional de arte contemporáneo.
Enfrente de Pärmu, en el golfo de Riga, la isla de Kihnu está a tiro de piedra. Es un museo viviente de cultura estonia en el que no es raro encontrar a muchas mujeres vistiendo la tradicional kört (falta) a rayas tejida en casa. Hay solo cuatro aldeas en esta isla de apenas siete kilómetros de longitud bordeada por largas y tranquilas playas, que ha sido declarada por la Unesco “obra maestra del patrimonio oral e intangible de la humanidad”: una curiosidad etnográfica que merece una visita.
Una escapada a Saaremaa y otras islas bálticas desconocidas
Durante el período soviético, la isla de Saaremaa albergaba una reserva de misiles y estaba cerrada al público. Paradójicamente, esto ha preservado el territorio, que parece congelado en el tiempo y mantiene intactos sus molinos, pueblos, pinares y playas. Si recorremos las carreteras en bici podremos reponer fuerzas después ante un plato de pescado sutilmente ahumado, típico de las islas.

Saaremaa es la isla más extensa de las muchas que tiene el país, cubierta en gran parte por pinos y enebros, y sus molinos, faros y diminutos pueblos que parecen ajenos al paso del tiempo. Es fácil llegar en ferri a su capital, Kuressaare, y siempre fue un sitio de veraneo sobre todo para finlandeses y suecos, que compiten por un espacio de playa y sauna con los estonios. Es un lugar encantadoramente rural, también famoso por su cerveza artesanal. En Kuressaare no falta un imponente castillo junto al mar, con foso y baluartes incluidos, alzándose sobre una isla artificial en el extremo sur de la ciudad. Se trata del castillo mejor preservado del Báltico y el único de piedra que se conserva intacto en la región.
Cerca hay otras islas, como Vilsandi, la mayor de las 161 de la costa occidental de Saaremaa protegidas dentro del parque nacional de Vilsandi, donde se estudian fenómenos ecológicos muy curiosos. Un paraíso para los observadores de aves. Otra isla a visitar si se va con tiempo es Hiiumaa, la segunda mayor de Estonia: bella, bucólica, un lugar tranquilo con faros pintorescos, inquietantes búnkeres soviéticos, playas desiertas y una reserva natural con muchas aves, perfecta para descubrir caminando, en bici o a caballo. Y todo con un microclima con temperaturas muy superiores a las de la Estonia continental, a pesar de estar a solo 22 kilómetros.
Y quedarían muchas más islas para descubrir, todas con sus faros, sus bosques y sus aldeas. Un mundo casi desconocido para los que todavía aspiran encontrar lugares rurales realmente sorprendentes sin salir de Europa.
Tartu, estudiantes y marcha cultural
Tartu, segunda ciudad más grande del país, compite con Tallin por el título de capital cultural e intelectual de Estonia. También hay quien dice que es la capital espiritual: fue aquí donde nació el nacionalismo estonio en el siglo XIX.

Tartu es agradable, compacta y universitaria. Su universidad, fundada en el siglo XVII, es una de las referencias europeas y los estudiantes inundan hoy las históricas calles arboladas y mantienen una intensa vida nocturna, sorprendente para una ciudad tan pequeña.
El nuevo hito cultural es el Museo Nacional de Estonia, que ha enriquecido la oferta de la ciudad. Pero en un paseo relajado por Tartu pasaremos por otros iconos, como la plaza del Ayuntamiento, bordeada de imponentes edificios y por el propio Consistorio (con aires de edificio holandés), por el edificio principal de la Universidad de Tartu, del siglo XIX, diseñado a imagen y semejanza de la Universidad de Upsala. Su campus y sus edificios históricos se ocultan tras la imponente estructura neoclásica entre árboles y senderos tortuosos. En Tartu, además, abundan los museos: el del juguete, el del ciudadano, el olímpico y deportivo, los jardines botánicos, el de ciencia, el de la cerveza, o incluso un museo de las celdas del KGB…
Setomaa, paradas en el sudeste
En el sudeste de Estonia está una de las regiones menos visitadas del país, presidida por el lago Peipus, que hace de frontera con Rusia y es el quinto mayor de Europa. En su costa hay bonitas playas de arena poco frecuentadas y los restos de resorts que en época soviética fueron muy populares. Hoy están abandonados y lo que encontramos sobre todo son las pequeñas aldeas fundadas por los viejos creyentes, una rama tradicionalista de los ortodoxos rusos.
En este sudeste más desconocido se extiende la región de Setomaa, que se adentra en territorio ruso, y es el hogar de la mayor parte del pueblo seto (unas 15.000 personas). Se diferencian claramente del resto de Estonia: profesan el cristianismo ortodoxo, visten ropas tradicionales, tienen una gastronomía propia y hablan un idioma propio (el seto). Todo esto, sumado a la belleza natural y el encanto de las granjas y aldeas, son las que justifican visitar este rincón del país en el que rara vez encontraremos un turista convencional.
Entre los hitos del territorio seto está el castillo episcopal de Vastseliina, colgado en un peñasco, es un fotogénico castillo en ruinas y una de las mayores fortalezas medievales de Estonia, además de un famoso lugar de peregrinación para los estonios.

La escapada a la naturaleza más desconocida puede estar en el cercano parque natural de Haanja. Entre sus bosques, lagos y ríos, en esta zona protegida al sur de Voru, se encuentran algunos de los paisajes más bonitos del país. Como la encantadora aldea de Rouge, entre onduladas colinas al borde de un valle donde se congregan en primavera los ruiseñores. O en el Gran Lago, el más profundo de Estonia, de aguas con propiedades curativas. En esta zona todavía se pueden encontrar animales como alces, ciervos, lobos, osos y linces.
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