una mortalidad disparada en una región con 7 galenos y 78 cirujanos
Los años en que Gaspar Casal vivió en Oviedo (entre 1717 y 1751, llega con 36 años y regresa con 70 a la Villa y Corte) le permitieron redactar la «Historia Natural y Médica del Principado de Asturias». Feijoo –»iluminador de la mente española en la primera mitad del siglo XVIII», en palabras de Laín– llegó en 1709 como Lector del Monasterio de San Vicente, ya con 33 años. En un período de convivencia de más de tres décadas, ambos empezaron a señalar el final de una medicina y el inicio, lento e inexorable, de otra centrada en la observación y la experiencia directa.
[–>[–>[–>En tiempos de Casal, Asturias era una región pobre, con gran mortalidad a cualquier edad y una red asistencial que hasta finales del siglo era insuficiente en casi todo. Si se admite como verosímil la estimación de 70.000 vecinos para toda Asturias a comienzos del siglo XVIII, el número de habitantes habría de ser próximo a 230.000. Hubo un gran desarrollo urbano, concentrando las ciudades casi el 50 por ciento del total de la población. La cifra de nacidos fallecidos antes del primer año de vida se situó a lo largo de este período entre el 40,8 y el 48,5 por ciento, casi 1 de cada 2.
[–> [–>[–>Tal y como en 1710 describe Joseph Cepeda, «en los campos, en las calles y en los caminos vi y encontré muchos niños, hombres y mujeres y de todas edades y estados, muertos, sin más enfermedad que su hambre, necesidad, desnudez y miseria». También la obra de Casal nos permite aproximarnos a sucesivas crisis demográficas con elevada mortalidad originada por epidemias, malas cosechas y falta de alimentos.
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A una parte significativa de la población asturiana se refiere un conocido comentario del Padre Feijoo: «En estas tierras no hay gente más hambrienta, ni más desabrigada, que los labradores. Cuatro trapos cubren sus carnes; o mejor diré, que, por las muchas roturas que tienen, las descubren. La habitación está igualmente rota que el vestido. Su alimento es un poco de pan negro acompañado, o de algún lacticinio, o alguna legumbre vil; pero todo en tan escasa cantidad que hay quienes apenas una vez en la vida se levantan saciados de la mesa».
[–>[–>[–>Según Artola Gallego, el Principado «era la quinta provincia española atendiendo a la densidad de población. Contaba en 1799 con 38,2 habitantes por kilómetro cuadrado, frente a una media nacional de 22,1. El producto provincial bruto representaba el 1,52 por ciento del nacional, en tanto que su población correspondía al 3,4 por cieto». La unión de ambos factores determina el hecho de que Asturias ocupase el último puesto provincial en renta per capita. «El Principado, con 264 reales por cabeza, constituye –según el análisis de Artola–, una típica zona depresiva y junto a Guipúzcoa (303 reales) y Galicia (324 reales) proporcionan la mayor parte de la emigración interior de la época».
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Para conocer la red benéfica y sanitaria del Setecientos asturiano es necesario consultar los estudios de Juan Uría Ríu, César Fernández Ruiz, José Ramón Tolivar Faes y Lidia Anes, todos promovidos y editados desde el RIDEA. Un regente ilustrado, Isidoro Gil de Jaz, inicia la reforma de la beneficencia pública en la región con la fundación de Real Hospicio General del Principado, que serviría de modelo a la nueva política gubernamental de asistencia y fomento social. Para el total de Asturias existían 10 hospitales para el recogimiento de pobres, 54 albergues de peregrinos y 26 lazaretos.
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[–>El interrogatorio del Catastro del Marqués de la Ensenada constituyó una de las aportaciones documentales más importantes para conocer nuestra historia. Según se recoge en el mismo, en 1752 el número de médicos era escaso, 7 en total, de los cuales 2 residían en Oviedo y el resto en Gijón, Avilés, Villaviciosa, Cangas de Tineo (Narcea) y Llanes. Si el número de médicos era corto, no lo era tanto el de cirujanos pues eran un total de 78. La proporción de médicos por habitante –según una sencilla operación– era de 1/41.430, cifra que con pocas variaciones se mantuvo hasta finales de siglo, y que situaba al Principado –según Domínguez Ortiz– en el último lugar de las regiones españolas. Además, un total de 34 barberos-sangradores ejercían su profesión en el Principado. Oviedo, Gijón, Avilés, Llanes, Villaviciosa y Grado disponían de botica regentada por boticario titulado.
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Pero, ¿qué comían los asturianos en tiempos de Casal? Sabemos que la leche de vaca se tomaba fundamentalmente desnatada y en forma de suero, o se consumían sus derivados la mantequilla y el queso. Él lo comenta con estas palabras: «La leche, que por la mantequilla podría, indudablemente, corregir la demacración que originan los ordinarios alimentos, se toma por lo general después de extraerle la manteca, pues como son pobres la venden para comprar otras cosas necesarias, así que se nutren solo con la sustancia caseosa mezclada en el suero».
[–>[–>[–>Excepcionalmente también empleaban otros tipos de leches: de cabra, de burra y de mujer. La leche de cabra se tomaba entera y su suero destilado servía como vehículo de algunos medicamentos. La de burra, dice Casal, la recomiendan los sapientísimos sabios de París como desayuno durante el tratamiento del cáncer. La leche de mujer se consideraba útil en la «lepra», «el mal del paño», «el mal de la rosa» y como alimento en situaciones extremas de inapetencia. El queso lo señala como un componente más de la frugal dieta de los asturianos, junto al «pan y papas de maíz en papilla espesa hecha con leche o manteca, huevos, castañas, habas, guisantes, nabos, berzas, manteca, manzanas, peras, nueces, avellanas, y otras frutas de los árboles», todo ello citado en la «Historia Natural». «Muy raramente –escribe– comen carnes frescas y pocas la comen salada, pues casi todos los que sufren esa enfermedad (el mal de la rosa) son labradores pobres, por lo cual, no solo no tienen carne salada, de cerdo o de cualquier otro animal para cada día, sino que ni siquiera la prueba uno de cada diez. El pan de mijo (maíz) es, generalmente, ázimo, es decir, sin fermentos, y lo cuecen en hornillos. Su bebida es el agua. Sus vestidos, su ropa interior, sus lechos y sus habitaciones –termina ese párrafo– no son mejores que sus alimentos.
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Las cosas en nuestra región cambiaron poco a poco, demasiado lentamente. Nadie como Casal supo medir las causas y consecuencias de aquel atraso, dejando para la posteridad un inigualable testimonio de la vida de aquellos asturianos del siglo XVIII.
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