Zelenski ante el «Guernica»
Cuando Volodímir Zelenski se plantó hace unos días frente al «Guernica» en el Reina Sofía, no estaba haciendo turismo cultural. Estaba utilizando el cuadro más incómodo del siglo XX para hablarle al siglo XXI. A su lado posaba Pedro Sánchez; detrás, toda una Unión Europea cansada de la guerra, distraída por sus propios problemas, tentada de bajar el volumen del drama ucraniano porque «ya dura demasiado». El lienzo no ha cambiado. Nosotros sí.
[–>[–>[–>Conviene recordar de dónde sale ese cuadro. Durante la Guerra Civil española, las tropas sublevadas de Franco, apoyadas por Hitler y Mussolini, reanudaron su avance en la primavera de 1937 y, el 26 de abril, la Legión Cóndor alemana y la Aviazione Legionaria italiana bombardearon Gernika, reduciendo la ciudad a escombros. De ese crimen se valió Pablo Picasso para pintar el «Guernica», por encargo del Gobierno de la República para el pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937; el cuadro se convirtió después en exiliado político, pasó décadas en Nueva York con la condición de no regresar a España hasta que hubiera democracia, volvió en 1981 y hoy cuelga en Madrid como advertencia permanente de lo que puede hacer una dictadura y de lo que cuesta salir de ella.
[–> [–>[–>Décadas después, las ciudades que se parecen a Gernika se llaman Mariúpol, Járkov o Jersón. El guion es conocido: bombardeos sobre barrios residenciales, niños arrancados de sus casas, columnas de refugiados arrastrando sus pertenencias. La diferencia es que entonces el horror llegaba en blanco y negro y ahora se consume en el móvil, entre un vídeo de recetas y otro de gatos. La estética ha cambiado; la lógica de la violencia, no tanto.
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La visita de Zelenski a España se inscribe en una gira que encadena Grecia, Francia y España, y que continuará en Turquía: distintas caras de una misma guerra. En Atenas aseguró con el Gobierno griego la llegada de gas natural licuado estadounidense para tapar los agujeros que dejan los bombardeos rusos sobre la red energética; en París obtuvo de Emmanuel Macron una carta de intención para dotar a Ucrania de cazas Rafale y sistemas de defensa antiaérea a largo plazo; y en Madrid fue recibido por el Rey, por Sánchez y por las Cortes, posó ante el «» y consiguió que España, tras años de bajo gasto militar y retórica confortable, formalizara su entrada en el programa PURL y anunciara un nuevo paquete de 817 millones de euros –615 en ayuda militar y 200 para reconstrucción–, que incluye 100 millones para la compra de armamento estadounidense vía PURL y se suma a los compromisos ya firmados de hasta 5.000 millones de apoyo a Ucrania hasta 2027.
[–>[–>[–>PURL tiene un origen menos épico de lo que su sigla sugiere. Es, en buena medida, la respuesta europea a las amenazas de Donald Trump, quien advirtió que dejaría de suministrar armas a Kiev si los europeos no aumentaban su esfuerzo. Traducido al lenguaje menos romántico posible: si Europa quiere que Estados Unidos siga siendo el gran arsenal de Occidente, tendrá que pagar más y de forma más explícita. España, a la que durante años se acusó de gastar poco en defensa, intenta ahora presentarse como «socio fiable» y promete elevar su gasto militar en torno al 2,1 % del PIB. Menos retórica anti-OTAN, más contabilidad.
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Zelenski, por su parte, redujo su mensaje a tres ideas que repite casi como un mantra: sistemas de defensa antiaérea para proteger sus ciudades; el regreso de unos 20.000 niños ucranianos secuestrados por Rusia; y un camino claro para la entrada de Ucrania en la Unión Europea junto con Moldavia. Sabe que la guerra no se juega solo en el Donbás, sino en los parlamentos de Bruselas, Berlín, París o Madrid, y en el resultado de las elecciones estadounidenses. Su enemigo no es solo el ejército ruso: también lo son el calendario y la fatiga de unas sociedades que empiezan a ver la invasión como un ruido de fondo más.
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[–>La Unión Europea intenta responder con una mezcla de principios y pragmatismo: ayuda militar sostenida, un «Ukraine Facility» de decenas de miles de millones para sostener el presupuesto ucraniano y financiar reformas, conferencias de reconstrucción, promesas de integración gradual. Sobre el papel, suena razonable. En la práctica, todo se juega en otra parte: en el humor político de unos ciudadanos que sienten que viven peor, en el auge de partidos populistas que venden la palabra «paz» como sinónimo de «que esto se acabe como sea» y en la tentación constante de delegar el problema en el siguiente ciclo electoral.
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Moscú ha entendido perfectamente esa psicología. No puede derrotar militarmente a la OTAN, pero puede apostar a que las democracias liberales no tienen paciencia para guerras largas cuando el coste deja de ser abstracto. Cada mes de conflicto es una invitación al cansancio, a la equidistancia y a la fantasía de una solución «negociada» donde la única línea roja real sea no incomodar demasiado a los votantes propios. La paz, sin apellidos, se convierte entonces en coartada. Falta añadirle el adjetivo incómodo: ¿paz de quién, a cambio de qué?
[–>[–>[–>Lo que está en juego en Ucrania supera con mucho las fronteras de Ucrania. Si la invasión termina en una pseudopaz que consagre conquistas territoriales rusas con una pátina diplomática, el mensaje será cristalino para cualquier autócrata del planeta: con suficiente brutalidad y paciencia, se pueden cambiar fronteras en Europa. Desde Pekín hasta Teherán, muchos tomarán nota. Y dentro de la propia Unión, quienes llevan años despotricando contra Bruselas aprovecharán para repetir que el proyecto europeo no sirve para defender ni sus principios ni a sus aliados.
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Escribo esto desde una Europa que discute con pasión sobre reglamentos, cuotas agrícolas o reglas fiscales, pero que a menudo lee la guerra de Ucrania en diagonal, como una molestia recurrente. Durante demasiado tiempo hemos tratado a la Unión como un cajero automático: que siga sacando dinero, pero sin recordar muy bien por qué se creó. No nació para repartir fondos, sino para evitar que el mapa de Europa volviera a redibujarse a base de bombas.
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Zelenski ya se ha ido de Madrid. Llegará otra gira, otro paquete de ayuda, otro comunicado solemne. El «Guernica», en cambio, seguirá en la misma pared, con la misma luz blanca, recibiendo turistas y jefes de Estado. La verdadera cuestión no es qué sintió el presidente ucraniano al verlo, sino qué están dispuestas a hacer las democracias europeas para que ese cuadro no deje de ser un recordatorio del siglo XX y no acabe convertido en el manual ilustrado del XXI.
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