Ussía, la elegancia de incomodar
La muerte de Alfonso Ussía confirma que aún existen columnistas capaces de incomodar desde la elegancia. Fue de los que no confundían la sátira con el grito ni la incorrección con el insulto. Prefería la ironía sutil, esa que impacta sin ruido y deja el mensaje flotando. No alardeaba del ingenio porque entendía que el talento no necesita recordatorios. En eso fue un clásico.
[–>[–>[–>Su escritura invitaba a reflexionar con calma y a discrepar sin estridencias. Observaba más de lo que opinaba y, de esa atención, surgía una narrativa precisa que buscaba exactitud antes que popularidad. Ser exacto, hoy, es una forma eficaz de incomodar. Convertía la observación en método y el sarcasmo en herramienta quirúrgica. La palabra, cuidadosa, adquiría un valor poco común: el de la mirada que no exagera para ser oída.
[–> [–>[–>Tras su muerte se activa el ritual del elogio póstumo: alabanzas sin riesgo, recuerdos repentinos, consenso automático. Se destaca ahora su humor sutil y su capacidad para retratar el absurdo sin levantar la voz. Nada de eso es nuevo; simplemente vuelve a decirse cuando ya no compromete. Los obituarios subrayan con razón su condición de disidente en tiempos de unanimidades morales y genuflexiones periódicas: su cortesía desvelaba lo superfluo; su sátira desmontaba sin estrépito.
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Lo traté: educado, perspicaz, burlón, consciente de que la realidad, observada con atención, suele ser cómica. Escribió desde un equilibrio difícil: cortesía sin servilismo, sátira sin exceso, tradición sin nostalgia militante. No aspiraba a tener razón; aspiraba a tener estilo. Ignoramos cuál de las dos cosas se perdona menos.
[–>[–>[–>Su pérdida no es simbólica: es un recordatorio. El país pierde a quien escribía mejor que hablaba y hablaba mejor que gritaba. Un oficio que desaparece y solo lamentamos cuando es irreversible.
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En un tiempo dominado por el énfasis impostado y la indignación de trámite, eligió un camino menos rentable y más exigente: escribir sin levantar la voz. Su disidencia no necesitó consignas ni aspavientos, porque se apoyaba en algo hoy escaso: la confianza en la inteligencia del lector. Por eso incomodaba. Y por eso su estilo —sobrio, educado, exacto— resulta hoy más subversivo que muchas proclamas.
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[–>Ussía no hacía ruido; hacía falta.
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